La vida en low-fi
domingo, julio 17, 2011 by ptqk
Actualización. Acabada la sesión de secado, la operación final ocurrió aquí. Y funciona. Noble oficio, la electrónica.
La amante que nunca te deja.
Y esta de aquí es mi vieja Supratech, superviviente mil batallas, testigo y compañera de vida desde que la compré a plazos en Barcelona allá por el 2003. Sólo acepta sistemas operativos de familia libertaria, no le gusta escuchar música ni ver vídeos, ni tampoco las webs muy diseñadas, el skype le cae particularmente mal y la pantalla emite una luz mortecina que te quema los ojos y hace casi imposible la procastinación. Si abres más de dos aplicaciones al mismo tiempo, se agobia y te la lía parda, y para pasar de una a otra resuena con un murmuro prolongado como diciendo: hhhmmm... me lo tengo que pensar. Es una máquina que no quiere dejar de ser máquina, que no quiere disimular haciéndose pasar por un montón de sinápsis que no tienes. Y además es solidaria con otras máquinas, no totalizadora como las que hacen ahora: desde que he vuelto a ella, escucho radio formulas con el transistor de la cocina y me paso el día tarareando baladitas.
Eso es mi ordenador, un MacBook modelo A1342 sobre el que el pasado jueves versé el contenido entero de una taza de café solo, con bastante azúcar. Un gesto que, pasados los días, no puedo dejar de interpretar como un decidido sabotaje a mí misma, orquestrado desde lo más siniestro de mi subconsciente: lo que Freud llamó un acte manqué. De acuerdo con las teorías del psicoanálisis, el acto manqué es la realización de un deseo reprimido. El error provocado por el acto manqué -en este caso, la muerte por inundación- es en realidad un triunfo del deseo sobre la razón, una victoria paradójica que se manifiesta en la contradicción entre, por un lado, el sentimiento de fracaso provocado por el acto y, por otro, la oscura satisfacción pulsional que invade al sujeto como consecuencia de él (despide a tu loquero, está todo en la wikipedia).
La causa del accidente fue una patente falta de atención -me despierto muy despacio-, empeorada por el entorno: una mesa baja de café d'auteur, con uno de esos rebordes retros del mobiliario vintage, causante del fatal efecto piscinita; la parte trasera de la computadora absorbió todo el café que debería haber bebido yo. En previsión de mi inminente acto, compré hace dos semanas un disco duro externo de 1T, monísimo, donde ahora yacen intactos mis archivos, esperando a ser trasplantados a un nuevo organismo. Soy una chica pulsional, pero muy precavida.
No es que quisiera cargarme mi principal herramienta de trabajo pero era una de esas mañanas en las que deseas mandarlo todo a tomar por el culo, y no por un deseo racional, sino absurdo, un deseo estúpido, injustificado, pre-verbal: un deseo de verdad. Y es que hace tiempo que me vengo preguntando si no tendré alguno de esos síntomas de tecnoestrés, o como dice Marta, si internet no le estará haciendo a mi cerebro algo para lo que yo no le he dado permiso.
El parte médico.
Tras abrir la parte trasera, constatar la dimensión de los daños -todo pegajoso, fuerte olor a café-, consultar algunos manuales de ayuda y pedir socorro en las redes sociales -mil gracias @twitteras-, decidí recurrir a un profesional. Servando se pasó toda la tarde del sábado conmigo desmontado la placa base -por cierto, por dentro los Macs son como los muebles del Ikea, todo de chichinabo- y limpiándola con agua destilada a punto de ebullición. Ahora está secándose, enterrada en un nicho de arroz. La pasta del heatsink probablemente se habrá estropeado, pero dice el experto que es genérica y se puede comprar en cualquier sitio (típicas ofertas del ultramarinos). No sabemos si lo vamos a revivir. Las probabilidades realmente son pocas. La garantía, claro, está caducada.
Tras abrir la parte trasera, constatar la dimensión de los daños -todo pegajoso, fuerte olor a café-, consultar algunos manuales de ayuda y pedir socorro en las redes sociales -mil gracias @twitteras-, decidí recurrir a un profesional. Servando se pasó toda la tarde del sábado conmigo desmontado la placa base -por cierto, por dentro los Macs son como los muebles del Ikea, todo de chichinabo- y limpiándola con agua destilada a punto de ebullición. Ahora está secándose, enterrada en un nicho de arroz. La pasta del heatsink probablemente se habrá estropeado, pero dice el experto que es genérica y se puede comprar en cualquier sitio (típicas ofertas del ultramarinos). No sabemos si lo vamos a revivir. Las probabilidades realmente son pocas. La garantía, claro, está caducada.
La amante que nunca te deja.
Y esta de aquí es mi vieja Supratech, superviviente mil batallas, testigo y compañera de vida desde que la compré a plazos en Barcelona allá por el 2003. Sólo acepta sistemas operativos de familia libertaria, no le gusta escuchar música ni ver vídeos, ni tampoco las webs muy diseñadas, el skype le cae particularmente mal y la pantalla emite una luz mortecina que te quema los ojos y hace casi imposible la procastinación. Si abres más de dos aplicaciones al mismo tiempo, se agobia y te la lía parda, y para pasar de una a otra resuena con un murmuro prolongado como diciendo: hhhmmm... me lo tengo que pensar. Es una máquina que no quiere dejar de ser máquina, que no quiere disimular haciéndose pasar por un montón de sinápsis que no tienes. Y además es solidaria con otras máquinas, no totalizadora como las que hacen ahora: desde que he vuelto a ella, escucho radio formulas con el transistor de la cocina y me paso el día tarareando baladitas.
Me voy de vacaciones.
Mañana temprano cojo un avión a Barcelona para dar un curso en la Escuela de Verano de la UB y al día siguiente desaparezco hasta finales de agosto. Cuando vuelva, tendré 35 años.
Mañana temprano cojo un avión a Barcelona para dar un curso en la Escuela de Verano de la UB y al día siguiente desaparezco hasta finales de agosto. Cuando vuelva, tendré 35 años.